Maudilio Moreno Almenara
“Aquí yace la Venerable Sierva del Señor la
Hermana Ana de la Concepción, en el Campo hermoso de las Virtudes muy ejemplar
Ángel de la pureza, Querubín de la ciencia y Serafín en el divino Amor, cambió
esta vida por la inmortal y eterna el día 16 de octubre de 1734 de edad de 50
años”. Así reza una de tantas inscripciones existentes en nuestras antiguas
capillas de conventos, parroquias y catedrales...
El epitafio es un auténtico homenaje a la finada y
un reflejo de la mentalidad de la época. Es éste un aspecto muy distinto de
nuestra visión actual de la muerte, mucho menos presente en la sociedad de lo
que estaba entonces.
Los muertos compartían el espacio sacro de manera
habitual con los vivos durante los siglos del Barroco. Hoy en día la mayor
parte de estas tumbas están vacías, y sobre todo, casi nadie repara en ellas o
lee sus epitafios. Para ir a visitar a nuestros ancestros, nos desplazamos a
las afueras de la ciudad, donde sus restos reposan en los cementerios
municipales, y existe un gran rechazo a todo aquello que anuncie la muerte.
Está claro que todo este concepto y su visión del
fatal destino, no deja de ser algo propio de nuestra mentalidad. Si nos
abstraemos de nuestros sentimientos más profundos, la biología nos demuestra
que tan natural como la vida es la muerte, y por ello no dejan de ser
inseparables. Pero no es menos cierto que esta separación de la muerte y la
vida, en dos “ciudades” físicamente distintas, conlleva también una apreciación
diferente del cese de la vida biológica, muy separada de la mentalidad barroca,
que sólo quería tener una ciudad, la
misma, para vivos y muertos. En la iglesia parroquial de Santa María se conserva
el único monumento funerario que aún nos queda de los siglos del Barroco, como
fiel reflejo de este fenómeno.
No obstante, existen algunos indicios que permiten intuir
la posibilidad de que existieran otros semejantes en la misma parroquia. A
menudo los sepulcros se disponían en hornacinas embutidas en los muros, que se
denominan arcosolios. Es probable que ésta sea la razón de este arco, aún
conservado en Santa María, y que pudo corresponder a otro sepulcro que se
desalojaría con motivo del cambio de orientación de la parroquia.
Hay ejemplos de sepulcros de este tipo a cientos, algunos
muy significativos, por su aspecto formal en forma de “hornacinas” embutidas en
un muro con arcos rebajados como el antaño tabicado de Santa María, hoy un
reducto ilegible para la mayoría en plena vía pública, pero que no deja de ser
una magnífica manifestación de la mentalidad de una época:
Existen otras piezas que demuestran la existencia de
más enterramientos claros. Es el caso del que fue mutilado con motivo de la
Guerra Civil de 1936 en San Bartolomé.
Sólo queda in situ la inscripción, aunque
tanto la urna funeraria como la escultura, hoy decapitada, del personaje se
conserva en dependencias parroquiales. Correspondió al enterramiento de nuestro
hermano el obispo de Tuy y de León,
Francisco Terrones del Caño. En este caso el lugar donde se depositaron
los restos mortales fue una mera urna o caja de piedra, puesto que sabemos fue
el segundo lugar donde reposaron sus restos mortales. D. Francisco falleció en
Mansilla, siendo enterrado en primera instancia en su convento de San Agustín.
Posteriormente, ya sólo huesos, sus restos fueron trasladados a San Bartolomé
de Andújar.
Está convivencia entre vivos y muertos mantenía la
memoria viva a la vez que servía para perpetuar el recuerdo de un linaje. Y si
bien la muerte lógicamente era temida como ahora, no lo es menos que este
tránsito, como reza la lápida que hemos reproducido al comienzo de estas
páginas “...cambió esta vida por la inmortal y eterna...” se llevaba de
otro modo.
Hoy en día muchos de estos testimonios funerarios
permanecen ya como meras piezas arqueológicas, como esta lápida sepulcral de la
iglesia de San Lorenzo en Córdoba, dispuesta sobre la pared de la nave de la
Epístola.
No debemos olvidar tampoco que en estos siglos se
produjeron grandes epidemias de peste. La peste era el nombre genérico que se
otorgaba a diferentes enfermedades infecto-contagiosas. La llamada peste negra
o peste bubónica azotó en diferentes ocasiones nuestra ciudad y su trasmisión
se producía principalmente a través de la picadura de las pulgas que portaban
ratas, gatos y perros, y que a menudo se alojaba en la ropa de los enfermos. Se
manifestaba con bubas (de ahí el nombre de bubónica) o hinchazones en zonas
ganglionares. Recibió el nombre de peste negra, porque principalmente los dedos
de las manos y pies, nariz, orejas... se tornaban de color negro, finalizando
en necrosis. Aparte de estos síntomas muy apreciables a primera vista, se
producían en los enfermos vómitos, dolor de cabeza y fiebres muy altas. Todo
ello se producía con gran rapidez y debido a la falta de higiene de
instalaciones, ropas, etc. se contagiaba con inusitada facilidad.
La peste de 1680 fue la más mortífera en Andújar. La
psicosis debió hacer mella en nuestra ciudad. Hemos de imaginarnos escenas
terribles no sólo en los hospitales o en los macabros entierros, a menudo en
fosas comunes “saneadas” con cal viva, sino también en la vida diaria. La
desconfianza generalizada, la suspensión de fiestas o eventos con
aglomeraciones, el resquemor hacia los productos vendidos en mercados y a
quienes los vendían... debieron ser constantes. Estas epidemias solían durar
entre uno y dos años hasta que quedaban totalmente erradicadas. Se cerraban las
puertas de la ciudad, se interrumpían la mayor parte de las transacciones
comerciales foráneas, quedando la población en cuarentena. En nuestra cofradía
se conserva una anotación al margen de un cabildo del año 1680, que
abnegadamente dice: “...este día se publicó La Peste en Anduxar.....”,
es decir, ese día 26 de mayo se reconoció públicamente que la ciudad estaba
contagiada. El drama estaba servido.
Aún no sabían quienes se reunieron en este cabildo,
que muchos de sus familiares y probablemente incluso algunos de los que asistieron,
estarían muertos al año siguiente. Cualquier malestar estomacal transitorio, un
simple moratón en un dedo que se provocase un carpintero, una infección de
garganta o una tos en esas circunstancias sembraba el pánico y la desconfianza
de vecinos y familiares.
Muy llamativo resulta que los dos traslados que la
cofradía posee de la concordia firmada con los frailes de San Francisco sean
del año 1681, en plena epidemia de peste. El documento original era de 1579,
pero justo en este año se sacaron dos copias ante el escribano/notario Manuel
de Morales. Uno de los aspectos principales del legajo, como veremos a
continuación, se refiere a los entierros de los hermanos de la Vera Cruz en su
capilla. Es probable que la psicosis alcanzara el convento franciscano y
algunos frailes plantearan que no se enterrase en esas fechas a nadie en la
capilla, por el temor al contagio. Se pensaba erróneamente que la peste se
contagiaba por el aire, así que el miedo
estaba justificado. Estas epidemias suponían una debacle, la tasa de mortandad
en los contagiados era altísima y la forma de morir, era simplemente
horripilante, sin los cuidados paliativos y los analgésicos que hoy ayudan a
los enfermos a no padecer unos dolores insoportables.
Ante estas adversidades y
la necesidad de ampararse de documentación oficial que permitiese a la cofradía
disponer del espacio que legalmente fue cedido hacía ya más de un siglo para su
uso como lugar de entierro sin otras limitaciones, parece razonable pensar que
la cofradía sacase dos copias del documento original, con el fin de prepararse
ante un indeseado pleito. Éste no debió producirse, ni tampoco queda reflejo
expreso del posible conflicto. Sí está demostrado por un cabildo del año 1680
presidido por el gobernador Manuel García Cañete, el deseo de los oficiales
para cumplir con la obligación que tenía la cofradía de decir 12 misas a cada
oficial y esposa en sus sepelios, así como acompañar con el Santo Cristo de los
entierros y seis frailes del convento con sus respectivos cirios, “...con
adbertencia que tienen entierro en las bóvedas de la dicha cofradía...”.
Fueron epidemias muy crueles, casi nadie quería
enterrar a los muertos, así que a menudo se obligó a los presos de la cárcel a
hacerlo. En 1649 la población de Sevilla se redujo a la mitad como consecuencia
de una oleada de peste. En esta ocasión nuestra ciudad se libró de la epidemia,
pero no corrió la misma suerte en los años 1659-1660, ni en 1680. El 13 de
Agosto de 1681 el cabildo municipal acordó “...hacer unos funerales por los
muertos en el pasado año de la epidemia de peste que azotó a la ciudad en razón
de que casi todos fueron pobres de solemnidad...”. Estos terribles y
recurrentes episodios durante el siglo XVII provocaron numerosos decesos, de
hecho se calcula que entre los años 1680-1681 murieron en torno a 6000
personas, la mitad de los habitantes de Andújar. Son cifras realmente
dramáticas que debieron afectar psicológicamente durante años a nuestra
ciudad.
Este cuadro conservado en la iglesia de Santo Domingo
de Antequera refleja cómo la peste alteraba la vida ciudadana, y dado que se
consideraba un castigo divino por los pecados cometidos, eran constantes las
misas, rogativas, procesiones extraordinarias, etc., para “aplacar la ira de
Dios”.
No es de extrañar que en este terrible contexto D.
Miguel de Mañara, poco después de ingresar en el Hospital de la Caridad de
Sevilla en 1662, encargase a Valdés Leal este cuadro que refleja como ningún
otro aquello de lo que estamos hablando, aunque forme parte de un programa
iconográfico más complejo. Él mismo vivió con 22 años los estragos de la peste
en su ciudad natal. El lienzo se titula “In Ictu Oculi”, que viene a
traducirse como: “En un abrir y cerrar de ojos”. Se representa a la muerte,
apagando con una de sus manos la vela que simboliza la vida, mientras con la
otra sujeta la guadaña, con la que recoge su macabra “cosecha”. A sus pies,
pisoteados: el Mundo, las espadas y ropas de caballeros, la tiara papal, el
capelo o galero de un obispo, la cruz patriarcal y un sinfín de libros
eruditos. La lección: la muerte llega a todos, intelectuales, papas,
caballeros, arquitectos.... y en cualquier momento. En resumen, un cuadro
elocuente de la mentalidad, brutalmente clara, de D. Miguel de Mañara: “la
vanidad no es de Cristo, la humildad y
el servicio a los demás sí, porque a todos nos llega nuestra hora”. Sin
embargo, y a pesar de haber encontrado hace tiempo remedio para la peste, no
hemos encontrado antídoto para la vanidad, y a día de hoy, más de uno y una
podría aplicarse la lección de este cuadro, que es eterno, porque vanidad y
egoísmo parecen intrínsecos al ser humano. Un cuadro de aspecto repulsivo, pero
quizás el mejor de la Historia, por su lección y la vigencia de su
mensaje.....”no habéis aprendido nada 300 años después.... parece decirnos la
Muerte”.
Aparecieron entonces epitafios “exageradamente”
humildes como éste de Dª Inés Enriquez Valdés en la catedral de Córdoba. Existe
un mundo en estas palabras rotundas que parecen describir la inexistencia de
cualquier futuro.
Más frecuentes fueron otros con más esperanza, como éste
de la familia Bernini, en Roma, donde está enterrado el célebre escultor y
arquitecto Lorenzo Bernini, que traducido del latín dice: “De la noble
familia Bernini, aquí espera la resurrección”.
Más rico incluso en información para entender el
modo en el que el agonizante se enfrentaba a la muerte que los epitafios de
tumbas, la mayoría de las veces muy escuetos, eran los testamentos. En ellos se
aprecia tanto la mentalidad del inmediato finado como el afán por preparar
cualquier detalle del velatorio o entierro. Para el primer caso tenemos el
testamento de 1622 de D. Juan Palomino Álvarez, quien inició de este modo el
documento: “Primeramente encomiendo mi ánima a Dios Nuestro Señor, que la
hiço, crio y redimió por su preciosa sangre y Pasión. Y el cuerpo mando a la
tierra de a donde fue formado, y quando de mi acaeciera finamyento, mando que
mi cuerpo sea sepultado en la iglesia parroquial de Señor Santiago...”
(PALOMINO, 2003, 145). Para el segundo caso, es decir, la preparación con
detalle del velatorio, valga como ejemplo el testamento de Dª María Flora
Orozco del año 1803, en el que mandó “...que enseguida de mi fallecimiento
se coloque mi cadáver en el despacho de mis casas, donde quedarán todos los
santos que en él tengo para su adorno y hasta que sea sepultado se pongan cinco
achas de zera encendidas en memoria de las cinco llagas de Señor San Francisco...”
(IBID., 2003, 187). También como hemos dicho se describía con minuciosidad
en estos documentos el modo en que se debía hacer el acto del entierro, es el
caso de las últimas voluntades de Dª María de Albarracín y Quero, viuda de D.
Miguel de Piédrola Jurado, en 1816: “Mando, que asista al referido mi
entierro, la Sta. Cruz de la parroquia de San Bartolomé, donde al presente soy
feligresa, y 12 clérigos sirvientes de ella. La Universidad Eclesiástica de
priores y beneficiados, con doble de campana. Las tres comunidades de la Sta.
Trinidad, la Victoria y S. Francisco de Asís...”
“Quiero, se conviden para que asistan a mi
entierro 12 pobres con hachas encendidas acompañen a la Sta. Cruz, dándole a
cada uno 4 reales, y todo lo demás concerniente a la procesión lo dejo a
la voluntad de mis herederos y albaceas...”
No decía ninguna incoherencia la testadora cuando
hablaba expresamente de “procesión”, pues no cabe duda que si no lo era
exactamente, se parecía mucho. Todo el acompañamiento descrito habría de
hacerse en torno a esta cruz, la de la parroquia de San Bartolomé, de la que
era feligresa. En numerosas ocasiones se elegía también la mortaja del cadáver.
Es el caso de Francisco Palomares en 1806, quien dejó indicado que “...sea
amortajado con hábito de Señor San Francisco de Asis y sepultado en la iglesia
del convento y religiosos de Nuestra Señora del Carmen...” (IBID.,
2003, 187-188). Lo más frecuente, sin embargo, fueron las mandas de misas, es
decir, el encargo de un número de responsos, que dependiendo de las intenciones
y capacidad económica del inmediato finado podían ser muy numerosos o el mínimo
que su capacidad económica le permitiese. A menudo, aquellos que gozaban de un
mayor poder económico, solían convertir el despido de la sociedad de los vivos
en un reflejo de su “influencia y poder” en este Mundo... un entierro ostentoso
era propio de los nobles y si no era multitudinario podría parecer que el
finado no había sido “nadie” en vida.
Las cofradías fueron también en este momento un
reflejo de este fenómeno. Solían tener
espacio en sus capillas para dar sepultura a sus hermanos, bien en el suelo,
bien sobre las bóvedas que servían de techo. Este interés, en el caso de la
Vera Cruz, queda claro en la concordia con la comunidad de frailes del convento
de San Francisco del año 1579, por la cual se pactaron las condiciones para la
construcción de la nueva capilla de la cofradía. Extractamos la parte
correspondiente a las sepulturas:
“...Yten Con Condicion que dentro de la dha Capilla, que assi la Cofradia
hiciere todas las sepulturas que cupieren en la dcha Capilla desde el altar
hasta la Calle, sea dela dcha Cofradia para que la dicha Cofradia pueda
enterrar en las dhas sepulturas todos los Cofrades de la dcha Cofradia que se
quisieren enterrar, con que la dcha Cofradia pueda tener señaladas seis u ocho
sepulturas dentro del dcho Cuerpo para poder enterrar los pobres que a la dcha
Cofradia le pareciere aunque no sean hermanos, y en las demas sepulturas no se
pueda enterrar si no fuese Cofrade de la dcha Cofradia, y si la dcha Cofradia
quisiere darle algunas sepulturas a hermanos de la dcha Cofradia para que las
tengan por propias suyas, para ellos y para sus descendientes; la dcha Cofradia
se la pueda señalar y hacerle Escriptura dello...”
Queda así claro que era éste uno de los aspectos más relevantes y mejor
descritos de la concordia y que igualmente se permitía enterrar a pobres que no
tuviesen otro lugar para que descasen sus restos mortales. También quedó
reflejado en la concordia la posibilidad de que la cofradía cediese en
propiedad alguna sepultura a sus hermanos, cuestión que no sabemos si en algún
momento se hizo. Sí que debió ser una práctica habitual, tal y como pone de
manifiesto esta inscripción de una tumba de la iglesia del Salvador de Sevilla,
donde se señala que el “cañón” (llamando así el panteón porque era habitual que
estas tumbas tuviesen en su interior una pequeña bóveda de cañón) pertenecía al
mayordomo de la Cofradía Sacramental, hoy agregada a la del Señor de Pasión, D.
Carlos Vergel de la Barrera, aunque tenían derecho a enterramiento en ella también
su mujer, hijos y sucesores.
Para que los hermanos de la cofradía pudieran ser enterrados en lugar
sacro, ésta debía disponer de capilla propia, de ahí el interés que nuestra
corporación tuvo por mantener y acrecentar su capilla entre los siglos XVI al
XIX.
Aparte de otras cuestiones de exorno, era fundamental también habilitar
mucho espacio de enterramiento, pues con el tiempo las tumbas que permitieron
los frailes hiciese la cofradía en el suelo estaba llenas. Comenzaron entonces
a depositarse cadáveres en las bóvedas. Es lo que durante los años del Barroco
se denominaron enterramientos en bóveda.
En el inventario de la Vera Cruz del año 1685 se mencionan “...dos Cordeles para los difuntos entrarlos en
las Bobedas...”. Es decir, para subir con una polea los muertos al espacio
bajo el tejado de la capilla. El “espectáculo” debió ser ciertamente
desagradable, pues hemos de suponer que con estas cuerdas se subían a los
cadáveres amortajados o envueltos en sábanas, no en cajas.
En el caso de la cofradía de Jesús Nazareno, sabemos
tenía dos grandes bóvedas para enterramientos: una para los que habían sido
oficiales de la corporación y otra para los demás hermanos (TORRES, 1956, 126).
La cofradía de la Humildad de las mínimas, también contó con bóveda de
enterramiento (PALOMINO, 2003, 197-198) y la Soledad en el suelo de su capilla
del convento de mínimos (IBID, 2003, 231).
Es bastante probable que el hallazgo de los restos
humanos, producido hace años en Santiago, respondan a este fenómeno, que no era
privativo de las cofradías sino que también se solía hacer con los familiares
de los patronos de las distintas capillas. En este caso sabemos que la capilla
mayor fue patronato del linaje Cárdenas, aunque el modo en el que se retiraron
los restos óseos humanos y su posterior desaparición, impide a día de hoy saber
si compartían ADN, y por tanto era el osario de esta familia.
En el caso de las cofradías estos trabajos eran realizados por hermanos
elegidos al efecto. No lo sabemos a ciencia cierta en la cofradía de la Vera
Cruz, pero sí en la de los Dolores del Carmen, por lo que deducimos que fue
habitual en todas las corporaciones de Semana Santa de nuestra ciudad. En el
libro de cabildos de la hermandad carmelita del año 1721 se eligieron cargos,
entre ellos: “...Y por enterradores a los hermanos Luis Jideon Y
Juan zebrian a quienes el dho hermano maior Y fiscales se lo azen saver...”.
Esta convivencia entre vivos y muertos a veces no fue del todo
“pacífica”, sabemos que entre 1703 y 1705 la Vera Cruz empleó una cantidad de
dinero “...en cal y travaxo de rebocar y tomar las juntas de las laudas
(enterramientos) de las bóvedas de dicha cofradía porque salia mal olor...” (PALOMINO, 2003, 247), lo que seguro se hizo
por protestas de los fieles. Unos años antes, entre 1695 y 1697, se emplearon
un total de 160 reales en “...limpiar las bóbedas de la capilla por estar
llenas de huesos y madera...” (IBID., 2003, 146).
Por otra parte, los asuntos relativos a entierros en nuestra cofradía no
sólo afectaban a los sepelios propiamente dichos, a menudo aparece la venta de
alguna túnica de la cofradía para mortaja. Es el caso de la escuadra del Cristo
de la Columna, en cuyo cabildo del año 1717 se menciona: “...Yten siete
Reales Y diez y seis mrs. Los mismos en que de consentimiento de la
esquadra se vendio para mortaja una tunica bieja...”.
Igualmente en las reglas de la escuadra se indica que era obligatoria la
asistencia de los hermanos a los entierros de los cofrades. Se especificaba en
el capítulo cinco, que se sancionaría con un real de multa a quien faltase sin
causa justificada. Esta obligatoriedad quedaba explicada en el texto de un modo
muy bonito: “...porque a de ser preçisa
... dicha asistençia a dichos entierros, que pues emos sido hermanos y
compañeros en esta vida, lo seamos en la ora de la muerte...”. En la regla
13ª del Santísimo Cristo de la Columna se establece “ ...Yten que cada
acaezca morir alguno de los oficiales de dha esquadra, sus mujeres y ijos los
dhos oficiales los an de llebar en hombros...” Vemos pues que el momento de
la muerte contaba con un auténtico protocolo establecido en las reglas de forma
totalmente habitual.
A menudo las cofradías también obtenían beneficios importantes a través
de la asistencia a entierros de personas relevantes, que aunque no fuesen
hermanos de la corporación, reflejaron en sus mandas testamentarias la voluntad
de que la representación de una determinada cofradía acudiese a su entierro.
Habitualmente eran varios los hermanos asistentes, con varas, estandarte corporativo
y a menudo la denominada Cruz de los Entierros, una insignia específica para este tipo de actos de despedida.
En el archivo de la cofradía de la Santa Vera Cruz
existen numerosas anotaciones de este tipo. Digamos que el “servicio” estaba
tasado o calculado por los testadores, pues era normal que se aportasen 100
reales por este concepto. Dejamos aquí tres registros del libro de cuentas del
siglo XVIII de nuestra cofradía en el que se asisten a entierros de personas
tan relevantes como D. Antonio de Cárdenas Miranda, hermano del conde de la
Quintería, D. Juan de Lemus, Dª Luisa Ponce, el marqués del Contadero,
posteriormente la marquesa del Contadero, el marqués del Puente de la Virgen y
el marqués del Cerro de la Virgen:
No se agota el tema aquí. Es la mentalidad de la época la que se puede
rastrear a través de estos documentos. Íntimamente relacionado con ello era la
falta de asistencia médica generalizada, algo inimaginable a día de hoy. La
consecuencia es que la enfermedad era muy temida, la medicina estaba “en
pañales”, la viudedad en familias trabajadoras suponía prácticamente la muerte
por inanición.
Un panorama sombrío que hoy, con nuestro “Estado del
bienestar” y las diferentes ayudas a los más desfavorecidos ha podido paliarse
en parte. Muy lejos quedan ya aquellos momentos en que las iglesias eran
cementerios y cuando la muerte convivía con naturalidad en el mundo de los
vivos, asumiendo el pecado original que nos relegó a padecer como seres
mortales.
BIBLIOGRAFÍA.
PALOMINO LEÓN, J. A. (2003): Ermitas,
Capillas y Oratorios de Andújar y su término, Jaén.
SANTONJA, J. L. (1998-99): “La
construcción de cementerios extramuros: un aspecto de la lucha contra la
mortalidad en el Antiguo Régimen” Revista de Historia Moderna nº 17,
pags. 33-44.
TORRES LAGUNA, C. (1956): Andújar
Cristiana, Andújar (Jaén).