Juan Carlos Moreno Almenara
Hermano Mayor de Cofradía de la Santa Vera-Cruz, de Andújar
Así comienza Dios su plan creador y
como fin del mismo crea al hombre en justicia y santidad. Dios dijo “Hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza. Domine sobre los peces del mar, las aves
del cielo, los ganados, las fieras campestres y
los reptiles de la tierra”. Dios
creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó.
Fotografía: Carlos A. Gálvez Moreno
El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del
Edén para que lo cultivase y lo guardase. El Señor Dios dio al hombre este
mandato: “Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas, ciertamente
morirás”.
Pero la serpiente tentó a la mujer
que comió del fruto prohibido y finalmente lo dio a comer al hombre que también
comió, desobedeciendo ambos el mandato de Dios.
Es el primer pecado del hombre que
se rebela contra Dios y pretende, prescindiendo de Él, ser como Dios. Este
pecado es el prototipo de todo pecado humano.
Como consecuencia de este “pecado
original” el hombre es privado de la santidad y justicia primigenia. El Señor
Dios los expulsó del Edén para que trabajasen la tierra y puso delante del
jardín los querubines y la llama de la espada flameante para guardar el camino
del árbol de la vida.
Dios dijo a la mujer: “Con dolor
parirás a tus hijos”. Y al hombre: “Con el sudor de tu frente comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque polvo eres y
en polvo te has de convertir”.
Por una mujer vino la perdición del
mundo, por otra mujer habría de venir su salvación. La historia de la humanidad
es desde sus orígenes, para los creyentes, también una historia de salvación.
Ya desde los primeros relatos del Génesis, Dios, con su misericordia, protege
al hombre, su criatura predilecta, y le promete que un “hijo de mujer”
derrotará al Maligno y a las fuerzas del pecado y de la muerte. (Gn 3,15)
El hombre, con ese acto, rompió su
amistad con Dios, pecó, se apartó del Señor, y desde entonces el corazón del
hombre perdió la paz. Es por lo que los hijos de los hombres venimos a este
mundo heridos ya por el pecado y la división, por el dolor, la soledad y la
muerte. A excepción de MARÍA la elegida por Dios para materializar su plan
salvador.
El hombre al pecar frustra el plan
creador de Dios, pero el amor que Dios siente por sus criaturas los hombres es
tan fuerte que pronto concibe un plan para salvarlo y de este modo vencer el
poder del pecado. Dios no nos ha abandonado nunca y desde siempre ha estado
dispuesto a darnos su perdón misericordioso y nos ha ofrecido una y otra vez la
salvación.
Después del diluvio se restablece el
orden de la creación y reina la armonía primigenia, aunque no se vuelve a la paz
paradisíaca. Entre el Dios de la Misericordia y los seres vivientes se sella
una paz duradera. El arco iris será el signo visible de esta nueva realidad
invisible, que une a los hombres con Dios, a las criaturas con su creador. Y es
bajo el signo de la bendición y de la alianza que despunta una y otra vez una
nueva esperanza.
Más tarde Dios elige a un hombre
llamado Abrahán para hacer llegar su amor a todos los pueblos y le dice: “Sal
de tu tierra, y vete a la tierra que te mostraré. Te haré padre de una
muchedumbre de pueblos a quienes por ti bendeciré y haré llegar mi amor”.
La bendición es un don o regalo de
Dios a los hombres para que estos vivan en su plenitud espiritual. Las promesas
de bendición que Dios hace a los hombres son irrevocables y siempre acaban
cumpliéndose, porque Dios es fiel y no depende en su actuar de lo que el hombre
desee, diga o haga.
En el monte Sinaí, Dios Padre, “rico
en misericordia”, después de revelar su nombre a Moisés se define: “El Señor,
El Señor, Dios clemente y misericordioso, tardo para la ira y lleno de amor y
fidelidad, que perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado”, y establece
la antigua alianza con el pueblo de Israel, dándole sus Mandamientos.
Pero la historia de la Alianza de
Dios con los hombres llegó a su plenitud cuando Dios Padre envió a su Hijo al
mundo para salvar a los hombres definitivamente. Jesucristo, el Hijo de Dios
hecho hombre, cumplió todas las promesas de salvación que Dios había hecho al
pueblo de Israel. Es el “Rostro de la Misericordia de Dios”, Jesús de Nazaret
con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia del
Padre que es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro
encuentro.
Fotografía: Salva Marcos
Y todo esto es posible
consecuentemente con el concurso de una mujer, pero no de una mujer cualquiera,
sino por el ser humano más perfecto de todos los tiempos, los pasados, los
presentes y los venideros, sobre ella se sustenta la regeneración del género
humano, es la nueva Eva, madre de la nueva humanidad, madre del pueblo nuevo de
Dios que es la Iglesia.
“Se abrió el templo de Dios, que
está en el cielo, y se dejó ver el arca del Testamento en su templo, y hubo
relámpagos, y voces, y rayos, y un temblor, y granizo fuerte.
En esto apareció un gran prodigio en el cielo,
una mujer envuelta en el sol y la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una
corona de doce estrellas y estando encinta, gritaba con ansias de parir, y
sufría los dolores del parto. Al mismo tiempo se vio en el cielo otro portento,
y era un gran dragón de color de fuego que tenía siete cabezas, y diez cuernos
y sobre las cabezas siete coronas. Con su cola arrastró la tercera parte de los
astros del cielo, y los arrojó a la tierra. Se paró el dragón delante de la mujer, que estaba a punto de
parir; para tragarse a su hijo, en cuanto le pariese. Parió un hijo varón, el
cual había de apacentar todas las naciones con cetro de hierro, pero el Hijo
fue arrebatado para Dios y su trono. La mujer huyó al desierto, en donde tenía
un lugar preparado por Dios, para que allí la alimentasen durante mil
doscientos sesenta días”.
Fotografía: Jorge Rodríguez Toribio
Una mujer envuelta en la gloria de
Dios “vestida de Sol”; una mujer que domina a la luna, bajo sus pies, símbolo
de los ritmos de la vida, de la fecundidad, del crecimiento humano; una mujer
coronada por doce estrellas, imagen tanto de los doce patriarcas de Israel,
como de los doce apóstoles de la Iglesia.
Y esa mujer no es otra que MARÍA, la
predilecta, la bien amada de Dios, concebida sin mancha, como no podía ser de
otra manera, para ser la Madre del Hijo de Dios, Madre del Mesías, Madre de la
Esperanza Salvadora, Madre del Redentor del Mundo y puerta necesaria a través
de la cual se hace presente Jesucristo “Rostro de la Misericordia de Dios”.
María ha contribuido, ha colaborado para que fuese posible la acción
todopoderosa de Dios: la redención, la liberación, la filiación divina.
¡Alégrate llena de gracia! Es el saludo del ángel Gabriel enviado por
Dios para anunciar a María que va a ser madre, “El Señor está contigo; bendita
tú eres entre todas la mujeres” continua. Y es que Dios, ha estado, está y
estará siempre con María, desde el momento de su concepción inmaculada no la ha
abandonado nunca; elegida por Dios para ser la Madre del Altísimo “Pura, Limpia e Inmaculada” fue engendrada y llena
de la gracia de Dios vivió su existencia terrenal, ya que gozó siempre de la
bendición eterna de Dios, con todo lo que eso implica. Y es que la respuesta de
María, al anuncio del ángel, lo dice todo de ella: “He aquí la esclava del
Señor; hágase en mi según tu palabra”, se abandona a la voluntad de Dios, se
entrega a Él de manera total y absoluta sin duda alguna, sin pensarlo, sin
condiciones, por toda la eternidad, como solo el Hijo se entregó a la voluntad
del Padre, se abre como una puerta, de par en par, para que a través de Ella
pase a este mundo el Hijo del Hombre, Misericordia viva del Padre. Ella, una
mujer sencilla y humilde, es capaz de entender y responder al llamamiento de
Dios, se convierte en la esperanza de la que hablan los profetas del Antiguo
Testamento; María participa de la alegría de quien sabe descubrir la presencia
de Dios en los acontecimientos, de quien sabe intuir la acción salvadora de
Dios y pone su vida entera al servicio de Dios.
María
no solo engendró a Jesús, sino que concibió al mismo tiempo la fe y la alegría.
Rompió radicalmente con la desobediencia, con la muerte, con el pecado. Por
esta razón María es la madre de todos los creyentes, de todos los que vivimos
en la alegría del Evangelio. Ella ha destruido el poder del mal, la esclavitud
del pecado, con su actitud de vivir de acuerdo a la voluntad de Dios. Con su
“hágase” ha hecho posible la venida al mundo de Jesús.
Fotografía: Carlos A. Gálvez Moreno
María, gracias a su actitud de
obediencia a la voluntad de Dios y a su fe incondicional, se convierte en
elemento activo, en manos de Dios, de la liberación de la humanidad, de
regeneración del género humano. Ella ha llevado en sus entrañas al Verbo de
Dios, a su Palabra.
“Al principio era el Verbo, y el
Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios.
Todas la cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido
hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”.
“Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad”.
Fotografía: Avel Plaza
Con Jesús se ha hecho efectiva la
liberación de todo hombre y toda mujer, y ha nacido de una mujer, de María, que
subordinada a su hijo Jesucristo, pero cooperando eficazmente con el proyecto divino,
recupera, a través del fruto de sus entrañas, para el ser humano el plan
original de Dios, trastocado por el pecado de Adán y Eva.
María al ser la madre del Salvador
se convierte en el ser humano más próximo a Dios después de Jesucristo. Y por
esta razón se la considerada el puente
en nuestra relación con su Hijo y la puerta a través de la cual se hace
presente el Señor entre nosotros los hombres; ella que es la madre de la
misericordia y de la bondad infinitas, personificadas en Jesús. Ella es la
abogada, la intercesora, la que siempre está dispuesta a velar amorosamente por
sus hijos, por todos nosotros. Ella por antonomasia es la Madre de todas las
madres, por los siglos de todos los siglos, su maternidad no tendrá nunca
parangón en la historia de la humanidad, porque ella es la Madre Universal, con
ella la maternidad alcanza su más alta cota de expresión y magnificencia, María ha roto con la maldición
del pecado del paraíso, a través de su maternidad divina nos ha traído la vida,
ha devuelto la esperanza y la confianza al género humano. Ha hecho posible la
“vida”, la Vida con mayúscula, la vida que no se acaba, la Vida Eterna, que nos
ha traído el fruto de su vientre Jesús.
Fotografía: Jorge Rodríguez Toribio
“María, Madre de Gracia, Madre de
Misericordia, en la vida y en la muerte ampáranos Señora” invocamos en la
jaculatoria del Santo Rosario; “Reina y Madre de Misericordia” la proclamamos
en la “Salve” la oración más excelsa con la que nos dirigimos a María, porque
si Dios es Misericordia, la Madre de Dios es la Madre de la Misericordia como
no podía ser de otra manera.
María
que ha llevado dentro de sí a Jesús, al Rostro de la Misericordia, se ha
empapado de esa Misericordia de Dios, por eso le pedimos constantemente:
“vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos” y es que el amor de María es
solo comparable al Amor de Dios.
La misericordia infinita, el amor
entrañable, ilimitado, hechos redención, salvación, liberación son obra de
Dios, realizada de forma definitiva en Jesús con su muerte en la Cruz, la
Redención es la obra maestra de la Misericordia. Y María que ha llevado dentro
de ella al misericordioso, al redentor y es la Madre de la Misericordia, es por
consiguiente la obra maestra de la Redención. Ella es la que ha tenido la
experiencia más próxima de la acción de Dios, realizada en su hijo Jesús. Por
eso es el arca de la nueva alianza, templo y sagrario vivo del Señor, así se lo
anuncia el ángel Gabriel, cuyo nombre significa “Dios es fuerte”, “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra....”, en clara alusión a la gloria de
Dios que llenaba el Tabernáculo donde se guardaba el Arca de la Alianza “
Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria del Señor llenó el
santuario” (Ex 20, 34). María se convierte en el nuevo Tabernáculo, donde se
hace presente la gloria de Dios.
“Y estando encinta, gritaba con los
dolores del parto y las ansias de parir” nos dice el libro del Apocalipsis. Y
es que María además de Madre del Amor y Madre de la Misericordia es Madre
Dolorosa. Ella ha elegido con su “hágase” poner toda su vida al servicio del
plan de Dios. Pero las cosas no siempre son fáciles. María va a disfrutar en
primera persona, como nadie, de ese plan de Dios realizado en su hijo Jesús;
pero también va a padecer, como nadie, en su propia carne los rechazos,
incomprensiones y odios a su Hijo, que lo van a conducir hasta morir en la
cruz.
Así se lo anuncia el anciano Simeón movido del
Espíritu Santo, cuando María y José acuden al templo para consagrar al Niño
Jesús al Señor: Simeón le tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo:
“Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque
han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los
pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel”.
Simeón los bendijo y dijo a María,
su madre: “Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para
signo de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran
los pensamientos de muchos corazones”. Y es que ella vivirá todas esas
situaciones de incomprensión y odio hacia su hijo como una “espada” que le
atraviesa el alma; aunque eso sí, sin perder la esperanza en que el plan de
Dios se cumplirá, a pesar de todos los impedimentos humanos.
Hermanos estamos en Adviento,
conmemoramos la primera venida del Señor y esperamos su venida definitiva, y
como siempre el Dios de la Misericordia viene a nuestro encuentro, dispuesto a
perdonar nuestras faltas de amor, hacia Él y hacia nuestros semejantes, no
permanezcamos impasibles en la espera, y al igual que María abrid la puerta de
vuestro corazón, dejadle pasar, convertíos y salid a su encuentro, limpiemos
nuestra casa, que es nuestro espíritu, lo eterno e imperecedero que hay de Dios
en cada uno de nosotros y preparémonos para celebrar como solo Él se merece su
Natividad.
En nombre de mis hermanos en la Vera
Cruz os deseo que la Misericordia de Dios fruto de su inmenso Amor, os conceda
la Paz en el espíritu y os colme de todo Bien. Feliz Navidad a todos.
Finalizo con la oración más antigua
que se conoce de las dedicadas a María, del siglo III, es el “Sub tuum
praesídium”, que dice así: “Bajo el amparo de tus misericordias nos acogemos,
oh Santa Madre de Dios, no desatiendas
nuestros ruegos en las necesidades y sálvanos del peligro. Tú sola eres la
bendita“.
Y bendito sea por siempre el fruto
de tu vientre Jesús, Dios y Señor nuestro. Amen.
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